PIEDRAS ENCIMADAS, UN LABERINTO DE PIEDRAS



                                                                                                      Por Itandehui Cruz





Hace unos días desperté con el enorme deseo de perderme. Así que, sin esperar a que mi mente se serenara, tomé una botella de agua, reuní a mi manada de lobos domesticados y llamé a mi más grande enemigo para tener una experiencia más que fortaleciera nuestros lazos (siempre viene bien hacer eso entre enemigos, nunca sabes cuándo llegará esa batalla final que terminará por destruirlos a ambos) y partimos.

            El trayecto fue algo pesado, poco más de dos horas desde casa hasta el lugar elegido; Piedras encimadas. Ubicado en Zacatlán de las Manzanas, Puebla, este parque turístico, como gran cantidad de lugares que se encuentran en México, es un sitio sorprendente. Nada más llegar se siente algo de mágico en el ambiente y uno sabe que no se debe a la falta de smog, la magia no está sólo en respirar libremente, es el lugar por si solo, el color verde, la libertad.

            En cuanto bajamos del auto sentimos la zambullida en el frío, que ahí rara vez se disipa por completo, entramos al parque sin perder un instante y ante tanto terreno no tuve más remedio que correr con la jauría hasta perder el aliento. La pradera se deslizaba bajo mis pies con el verde del césped, el gris de las rocas enterradas, el pardo de la tierra palpitante y tantas tonalidades florales que no me bastaban los ojos para abarcarlas por completo. El resto de mis acompañantes caminaban serenos, sé que de vez en cuando conviene disfrutar la calma tal y como te la entregan, sin agitarla ni un poco, pero el cielo que se reflejaba en mi sombra me obligaba a levantar la mirada y tratar de atrapar el horizonte con cada paso.

            Exploramos un poco los recovecos boscosos entre las primeras piedras que encontramos. El lugar le hace honor a su nombre y entre tantas rocas apiladas unas sobre otras, es fácil dejar corretear a la mente hasta descubrir gigantes, animales monumentales e historias solidificadas por el tiempo. Nuestros pasos nos llevaron hacia el centro gastronómico, en el que tuvimos que elegir entre varios comercios que ofrecían una gran variedad de platillos mexicanos que, entre bocanada y bocanada de paisaje, aplacaron el hambre sin problemas.

            Una vez con el estómago lleno, nos dejamos llevar por nuestros pasos, a través del borde de un riachuelo, sobre las veredas semi ocultas que mil soñadores han transitado antes que nosotros, hasta la cima de un pequeño monte desde el que se dominaba un horizonte repleto de verde, como deberían ser todos los horizontes. En medio de ese paraje no nos hubiera sorprendido encontrar indicios de vida no domesticada. Cuando quedamos embriagados con la vista, bajamos por caminos que esperaban ser descubiertos por nuestras pisadas, hasta una hondonada donde no parecía existir nada más que nosotros, el viento y una pizca de tiempo que se escurría lentamente por entre el musgo.

            Nos tomamos nuestro tiempo para adormecernos a la sombra de los árboles, mientras mirábamos crecer el pasto y descubríamos toda la vida que reptaba a nuestro alrededor. Cuando decidimos continuar nuestro camino, el sol se había comenzado a deslizar perezosamente hacia el atardecer, nos dejamos guiar por el riachuelo, en la búsqueda de nuevas sorpresas pétreas, hasta que sin previo aviso, la neblina cayó sobre nosotros junto con la lluvia.

            Las medusas de agua que caían del cielo nos sorprendieron apelotonados bajo un quiosco de madera, mirando el vapor que salía de nuestras palabras y los charcos que las goteras formaban a nuestros pies. La lluvia no duró demasiado, al poco rato pudimos salir de nuestro escondite y emprender el camino de regreso antes de que el sol pensara en desaparecer por el horizonte, con las piernas y el corazón bastante más pesados que a nuestra llegada.

            Pese a que no vimos las formaciones rocosas más famosas del lugar, las cuales se estima que llegan a medir hasta veinte metros, no nos hicieron falta paisajes para soñar. Los engranajes vegetales nos engullían para volver a dejarnos a las faldas de incontables remedos de montaña, aun así no logramos recorrer siquiera la mitad del valle. Nos fuimos con la mente llena de recuerdos congelados, sin saber qué había sido lo más impresionante, las esculturas pétreas, la cantidad y variedad de flora, el silencio que cuenta secretos del lugar, la comida que sirven acompañada de alegría o las historias que se leen en los ojos de la gente.

            De cualquier modo, nos quedó la certeza de que aún quedan sitios y momentos por descubrir, por los cuales vale la pena levantarse con el sol y atravesar el mundo sin un plan preciso, porque los planes a veces estorban, porque más vale el tiempo que corre en los riachuelos que el que vive apresado en el reloj y porque siempre será una buena idea corretear a campo traviesa con el horizonte como meta.


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