HUYENDO DEL PARAÍSO
Antes de que el primer rastro
de sol se vislumbrara en el horizonte, Isabella abandonó la suntuosa habitación
en la cual estaba hospedada desde hace ocho días. Después de cerrar la puerta
cautelosamente, echó un último vistazo a su bolsa de mano, para ver si todo lo
necesario -pasaporte, boletos de avión, dinero- se encontraba ahí, y enseguida
caminó por el pasillo hasta llegar al elevador.
Mientras descendía los veintitrés pisos,
miraba a través del cristal los cuartos de luces apagadas y puertas
silenciosas, y pensaba en el contraste entre la belleza del lugar y el horror
que aquellos días habían significado para ella.
Cuando la puerta se abrió, Isabella cruzó
velozmente el lobby, y tanta era su prisa que ni siquiera se dio tiempo para
contestar el saludo del recepcionista soñoliento.
Al salir a la calle, la presencia de un
tono rosado en el horizonte le advirtió de la cercanía del amanecer. Los
latidos de su corazón se aceleraron.
Había un largo trayecto hasta la avenida,
por lo que todavía tendría que caminar mucho antes de encontrar un taxi.
A su alrededor, los comercios y cafés
comenzaban a tomar forma, al dar los primeros rayos de sol contra sus
escaparates. Aún no había logrado salvar ni siquiera la mitad de la distancia
que la separaba de la calle principal cuando comenzó a surgir en su mente el
pensamiento de que ya para entonces la seguían.
Se sentó bajo el follaje de una enorme
ceiba para recuperar el aliento, sacó de su bolso una botellita de agua y
prosiguió en su camino. Al ver a dos personas que avanzaban hacia ella, se
estremeció, pero al confirmar que sólo se trataba de un par de borrachos
trasnochados, le regresó la tranquilidad.
Ya el calor había aumentado
considerablemente y la oscuridad se había replegado a los rincones cuando
alcanzó la avenida. Sin pérdida de tiempo, detuvo un taxi.
- Al aeropuerto.- dijo
Isabella con una voz tan áspera como si hubiera tragado un montón de tierra.
El conductor asintió y el vehículo comenzó a
rodar.
Las calles de la pequeña ciudad poco a poco
iban llenándose de trabajadores, deportistas y muchachas paseando sus perros.
Por más que lo intentaba, no podía alejar de ella la obsesiva idea de que, a
causa de un error suyo o por obra de la fatalidad, ya había sido descubierta.
Vendrían tras ella, de eso no cabía duda.
Al ver que el taxi dejaba atrás las calles
y enfilaba hacia la carretera bordeada de relucientes palmas, la opresión en su
pecho disminuyó. Entonces, desfilaron por su mente sus ilusiones y esperanzas,
las cuales se hicieron añicos como un
cisne de cristal apenas sus pies tocaron suelo caribeño. Revivió las
humillaciones y las infamias que hicieron de su estancia en el paraíso una
pesadilla atroz.
Ya faltaba menos, quizás veinte minutos,
para alcanzar el aeropuerto, sin embargo, no se sentiría segura hasta estar a
bordo del avión. Al escuchar el ulular de una patrulla cada vez más cerca,
Isabella casi perdió el conocimiento, pero pronto se recuperó, al constatar que
los destellos roji-azules que lanzaba la sirena no iban dirigidos hacia ella,
sino a un hombre que conducía a exceso de velocidad.
Los anuncios espectaculares invitando a
recorrer los atractivos turísticos del área le advirtieron de la cercanía de la
torre de control, la cual pronto apareció ante el taxi, escoltada por frondosas
matas de vegetación salvaje.
Al llegar a la puerta que correspondía a su
aerolínea, Isabella pagó al conductor y bajó del coche. Una vez en el interior
del edificio, procedió a documentar. Al llegar su turno, el pasaporte resbaló,
pero sin demora lo alzo del suelo y el incidente pasó desapercibido.
Llegó al área de revisión, y aunque un
perceptible temblor se apreciaba en sus manos, logró cruzar sin contratiempos.
Ya en la sala de espera, se sintió un poco
más tranquila y, viendo que faltaba todavía cerca de media hora para que saliera
su vuelo, decidió ir por un café.
Apenas probó un tragó, sintió que su
estómago se retorcía, por lo que se levantó de la mesa y volvió a la sala de
espera, donde su mirada permaneció fija largo rato en el reloj. En cualquier
momento llamarían a subir al avión.
- Pasajeros con destino a … favor de abordar.
Al escuchar la voz, Isabella
se incorporó de su asiento y se formó en la fila. Sólo había una señora con sus
dos hijos y un par de ancianos delante de ella, no tardaría mucho en alcanzar
la aeronave. Se perdería en el mundo y nadie la encontraría jamás.
Pasó la madre con sus dos críos, pasó el
matrimonio de ancianos. Era su turno. Una mujer de cabello corto y ojos
enmarcados en gruesas gafas le pidió su pase de abordar, el cual entregó sin
demora. El estridente timbre del teléfono sobre el mostrador resonó en la
estancia. La encargada no pronunció más que unas pocas palabras: “Sí señor,
entendido.” Dos gendarmes hicieron acto de presencia en la sala. Isabella ni
siquiera tuvo ánimos de defenderse. Se la llevaron.
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