AVE DEL PARAÍSO


Por Francisco Güemes Priego
He sido guardia del museo durante más de veinte años. Mi vida es triste y solitaria. Comienzo mis labores a las ocho de la mañana y vuelvo a casa a las nueve de la noche. Un cuarto minúsculo en las profundidades de un conjunto habitacional inmundo.
Veo un poco la televisión, ceno comida basura y me voy a dormir, sólo para empezar de nuevo al día siguiente. Alejar a los visitantes inoportunos de las vitrinas –en especial a los niños– es fastidioso. Mis días de descanso, los lunes, no son mejores. Vienen el tedio, la frustración y la ansiedad.
Hace quince días, una nueva pieza llegó al museo. La llaman Ave del Paraíso, viene desde alguna ignota isla del Pacífico Sur. La placa dice que está hecha de oro, jade y turquesa. Que sus ojos son de amatista y concha nácar. Lo importante es que me tiene obsesionado. No puedo pensar en otra cosa más que en la belleza de sus alas y la plástica gracia en su intento de volar.
Durante algunos días, me da un respiro en la idea de terminar con mi vida abruptamente, pero ahora, el deseo de poseer aquella joya es insoportable. Ese anhelo me acosa todo el tiempo.
He aprendido a mirar los cielos y la luna, en la noche habrá total oscuridad. No me reprimiré más, se cómo desconectar la alarma. El Ave del Paraíso será mía.
A la luz de mi pequeña linterna, las momias y las máscaras toman un aspecto alucinante. Las miro atentas al más pequeño de mis pasos, siento que juzgan el delito que voy a cometer.
Antes de la media noche me encuentro ante mi amor. Está ahí, hermosa en su pureza mineral. Contengo el aliento para mirar sus plumas de tono aguamarina, sus ojos estelares y su pico de fuego. Saco de mi bolsillo el cortador de vidrio. No debo hacer ningún ruido, no puedo fallar.
*****
Sueño con exuberantes bosques, frescas cataratas y aves multicolores. Despierto sobresaltado. ¿Dónde está?
Una vulgar caja esconde mi tesoro. Me aseguro de que la puerta esté trancada, cierro las persianas y retiro los pliegues de cartón. Está ahí, con toda su belleza espectacular, el Ave del Paraíso.
No soy un experto en arte, nunca me he interesado realmente en las culturas antiguas. Vendrán a buscarme. Me arrestarán. He cometido una estupidez. Varias veces medito en la posibilidad de entregar anónimamente la pieza y fingir ignorancia en torno al robo, no obstante, noche a noche, vuelve mi sueño, impulsándome a desechar la idea.
Durante dos días no me atrevo a ir al museo. Temo que el alboroto causado por el robo de la pieza sea insoportable y cualquier diminuto error pueda delatarme. Ya más sereno, convencido de hacer bien mi papel de ignorante inocente, regreso a trabajar, poniendo como pretexto para mi ausencia una aguda infección estomacal.
Los sueños se hacen más vívidos, más reales. Los olores de la selva embriagan mi nariz, mientras pájaros de espléndidas colas me hablan con trinos de belleza insuperable: un cuerpo. Piden un cuerpo para la deidad.
No soy una persona cruel. Odio la sangre. Ni siquiera soporto las agujas. Sin embargo. Decido cometer el crimen. He decidido entregarle un cuerpo a la diosa.
Mi primera víctima es un colibrí. En el pequeño altar que le he construido al Ave del Paraíso luego de desocupar mi armario, frente al incienso y las veladoras, coloco el cuerpecillo inerte.
Esa noche, no sólo hay aromas sensuales y trinos celestes, sino que la deidad cobra forma. Es la mujer más bella que visto. Sus cabellos son largos y oscuros, su piel apiñonada y suave, sus ojos de un violeta hipnótico. Toca mi cuerpo, besa mis labios. Despierto con una sensación de plenitud suprema.
Durante varias noches los sueños continúan con la misma intensidad, no obstante, al cabo de un par de semanas, la diosa desaparece y la oscuridad domina mi vida otra vez.
A veces quiero matarme, a veces quiero arrojar el Ave del Paraíso y hacer que se rompa en mil pedazos. Cuando la desesperación alcanza su máximo límite, los sueños vuelven. Otra vez las flores con sus aromas, las aves con sus cantos, me piden un cuerpo.
Siguen un mirlo, una alondra, un ruiseñor en el altar de los sacrificios. Un placer sin nombre llena mis noches durante algunos días, pero en cuanto se desvanece, la amargura y el dolor me aturden.
Me he manchado con la sangre de más criaturas inocentes, pero los sueños no regresan. La diosa me ha abandonado. La desesperación me lleva a recorrer las calles sin destino alguno. Supongo que busco alguna pista que me ayude a atenuar mi dolor. Cruzo la avenida sin fijarme. Unas luces, un claxon, un golpe.
*****
¿Muerto, vivo? ¿Sueño, deliro? Encuentro de nuevo a la diosa. Me hincó frente a su hermosura avasallante. Acaricia mi rostro, lo besa. Me mira con sus ojos crepusculares y luego susurra unas palabras en mi oído.
          –Ha llegado el momento. Necesito un cuerpo definitivo.
Despierto en una cama de hospital. Yeso, vendas, dolor. Estoy vivo, no sé si para bien. Unos minutos después, la puerta de mi habitación se abre. Entra una enfermera delgada y atractiva que con una sonrisa me pregunta cómo me siento. Alcanzo a susurrar: bien. Pero no, no estoy bien. El Ave del Paraíso me ha dado una orden. Completaré el hechizo. Tengo que hacerlo.

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