ÍNDIGO

Por Daniel H. Satori
Me marché con el viento que lleva entre sus manitas racimos de gotas.
     Estaba en mi cubículo, sentado, envejecido como los papeles amarillos que acomodaba. Ella simplemente apareció. Dijo:
     —Ya es tiempo—. Era tan alta que yo apenas le llegaba a la altura de los senos. Llevaba su cabello negro recogido por detrás de la nuca y un vestido largo que la hacía verse más delgada. Había esperado por ella nueve años. Nunca la imaginé de ese modo. Sonrió al mirar mi sorpresa. Mis recuerdos que hasta ese momento jugaban de un lado a otro, corrieron a esconderse. No querían marcharse.
     —¿A dónde vamos?, éste es el único lugar que conocemos,— gritaron espantados.
     Las preguntas me aterraron, pero sentí un calor extraño en el pecho que me reconfortó. Abracé a los recuerdos más temerosos, les dije al oído que no tuvieran miedo; me apresuré a guardarlos. Ella se había puesto en marcha. La alcancé a la salida. Sin volver la cara dijo:
     —Vámonos; es tarde.
     No tuve el valor de preguntarle a dónde. Simplemente seguí sus pasos. Al salir, la lluvia cayó en mi rostro. Después de muchos años me alegré de oler ese aroma a tierra húmeda. De ver la hierba verde. De sentir el viento en mi rostro. Los huesos de mis pies crujían.
     —Acomoda tus huesos —dijo, —hace mucho que no los utilizas.
     Obedecí. Me senté junto a una flor que me coqueteó con sus ramitas color arcoíris, un polvillo extraño se desprendía de mis huesos cada vez que los acomodaba. Tiempo después llegamos a la orilla de un cerro, pensé que podría ver lo que habría al frente, sin embargo, una densa masa de nubes me impedía ver lo que yo suponía era un valle. Era de noche cuando observé a un par de pájaros acurrucarse en su nido. Te nombré casi en silencio. En mis brazos había crecido un antiguo pelaje. Sentí los colmillos que, de igual forma, habían vuelto a su estado natural. Una neblina nos rodeó, difícilmente alcanzaba a ver la delgada figura de Ella, solo escuchaba nuestros pasos golpeando contra las piedras, para cuando pude reconocer el camino ya me encontraba entre grandes muros de ramas, hierbas, hojas y árboles enormes. No tardé mucho en darme cuenta de que era un laberinto. Ella volvió la cara:
     —Hasta aquí puedo llegar; tienes que seguir solo.
     Y se disolvió en el aire. El miedo me recorrió el cuerpo. Los recuerdos me miraron angustiados. Perdí la voz por un momento y cerré los ojos. Comencé a sentir un ardor en mi pecho que me fue desgarrando la piel desde adentro, un hilito de sangre brotó para dejar paso a una pequeña luz, parecida a una gotita de sol que se posó sobre mi cabeza. Aquella luz nos reconfortó. En mi pecho quedó una marca de color índigo. He disuelto estas palabras en la lluvia esperando que tú las encuentres y sepas que entre mis pequeños recuerdos hay uno que tiene tus mismos ojos.

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