LA CHICA DE LAS VEGAS
Por:
Francisco
Güemes Priego
Antes
de cumplir los 18 años visité a Las Vegas. Como aún no tenía edad
legal para apostar, yo esperaba en la piscina del hotel mientras mis
padres iban en busca de las icónicas máquinas tragamonedas del
Cesar’s
Palace,
el Luxor,
el Bellagio,
el Excalibur,
el Mandalay
Bay
y los otros casinos de esta famosísima ciudad.
Una
tarde, mientras el sol se ocultaba tras una pared decorada con un
paisaje de playa, me encontré en la alberca a una chica idéntica a
Catalina, mi primer amor. Tenía el mismo pelo tonalidad chocolate,
los mismos ojos acuáticamente verdes. Se quedó sentada en los
escalones, con la mitad del cuerpo mecido por el agua. Su piel estaba
bronceada, el suave viento de aquella tarde tibia mesaba sus cabellos
espesos. No pude evitar en ese momento mirarla como un idiota. Al
cabo de un rato, ella, con esas dos preciosas esmeraldas que tenía
bajo sus párpados, me miró también.
Pasé
un largo tiempo sumido en la indecisión, sabía que tenía que
hablarle, pero las palabras adecuadas no llegaban a mi mente embotada
por el calor y los nervios. Para agarrar valor, decidí salir un rato
de la piscina y fui a caminar un poco por unos pequeños jardines
decorados con cactus y otras plantas desérticas que había
alrededor. “¿Hola, cómo te llamas?” No, tenía que ser en
inglés: “Hi,
how are you?”
“Where
are you from?”
Conocía lo suficiente de la gramática de la lengua de Shakespeare
como para entenderme con ella, sin embargo, pronto me asaltaron
nuevas dudas, pues la pronunciación adecuada de los idiomas
extranjeros nunca fue mi punto fuerte.
Minutos
después, ya decidido, volví a la alberca. Entonces me percaté de
que mi Nueva Catalina se había marchado.
Abrumado,
recriminé severamente mi indecisión. En eso estaba cuando vi, que
ella, después de intercambiar algunas palabras con su madre, volvía
a la alberca y se metía al agua de un chapuzón. Nuevamente estaba
ante mí. Volvió a mirarme, no había excusa esta vez.
Yo
sentía la quijada rígida, los labios secos, no podía acercarme así
a la Nueva Carolina. Para destensarme decidí dar una vuelta a la
piscina, tal vez eso me ayudara a llamar su atención también, pues
me consideraba un buen nadador. No recorrí la alberca una vez,
fueron más de diez ocasiones las que lo hice. Cuando al fin, ya más
relajado, alcé la cabeza del agua, el cielo estaba ennegrecido y La
Chica de las Vegas se había marchado, esta vez definitivamente.
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