SED


Por Itandehui Cruz
No sabemos si era el amanecer o el crepúsculo, aquel momento en el que aparecimos en medio de la ciudad; pero había sombras largas sobre el asfalto y era un día gris.
Al principio no supimos qué estábamos cazando. Era algo confuso, teníamos esa sensación de estar parados sobre la sombra equivocada. En este mundo el sol no calienta, aunque sí mata de sed. Esa sed nuestra creció y creció, mientras vagábamos perdidos de día en día. No pudimos aplacarla con nada, ni siquiera bebiendo de las estrellas cada noche. A pesar de que lo hacíamos como sólo las bestias salvajes sabemos hacerlo, con el ansia de tragarnos el cosmos y todos sus reflejos.
Esas primeras noches hablamos entre nosotros; decidimos que habíamos saltado de nuestro bosque de papel para cazar los cantos de los pájaros y hacerlos germinar en las grietas polvorientas de la ciudad agonizante. Vagamos veloces con nuestra sed a cuestas, un día sí y el otro también, por caminos que nadie más conocía porque los íbamos trazando a tropezones, entre banquetas y autos estacionados.
Pero los pajarillos no bajaron de los árboles, mucho menos quisieron cantarnos. Ahí donde poníamos las zarpas, callaban de inmediato. Nos miraban con recelo, para después volverse sombras de mariposas. De nada nos servían de ese modo. Cada vez teníamos más sed y rabia, pero seguimos andando.
Hasta ese día, cuando un ave con el plumaje del color del cielo al anochecer fingió que iba a cantar para nosotros, pero en lugar de eso habló. Maldijo los laberintos de nuestros ojos, nuestras pisadas de cazador furtivo y las múltiples voces con las que le aullábamos al sol cada día para que dejara de azotarnos. Todos los pájaros rieron y nuestros huesos se rompieron como cáscaras de nuez. Pero no nos deshicimos sobre el asfalto, nos mantuvimos en pie, funestos y temibles, como espejos quebrados.
Si no lo sabíamos antes, lo recordamos en ese momento. Llegamos para desgarrar entrañas y comerlas junto con el rocío de las historias. No hizo falta que habláramos, rompimos la tarde con nuestro canto y lo decidimos todo de una sola vez.
Seguiremos vagando entre el concreto, hasta que un día gris nos regrese de nuevo al bosque. Engulliremos la carne de los que, como los pájaros, miren en nuestra sombra podredumbre y guijarros malditos, porque eso hacen los lobos. No tendrán un sabor dulce, pero sus lamentos y el vaho de miedo que se escape de sus heridas abiertas quizá nos quite la sed por fin.


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