UN ESQUELETO FOSFORESCENTE FRENTE A MI CAMA


Por Francisco Güemes Priego
Siempre he sido una persona nerviosa, aunque nunca tanto como en esos días. Sólo era un niño de ocho años. Sin embargo, no puedo evitar que se me erice la piel cada que recuerdo la profunda oscuridad que me rodeaba entonces.
No podía dormir. Mis sueños estaban plagados de monstruos, miedos y amenazas. Cada noche quería irme al cuarto de mi mamá. Pero ya era un niño grande y tenía que dormir solo, eso era lo que ella me decía.
Mi más horrible pesadilla fue cuando abrí los ojos y vi un esqueleto fosforescente frente a mi cama. Estaba ahí, inmóvil, mirándome con sus ojos vacíos. Han pasado más de 20 años, pero aún recuerdo su huesuda figura a la perfección, aún siento escalofríos. Pase las siguientes noches con los ojos abiertos, atento sólo al tic tac del despertador: 4:30, 4:35, 4:40, no amanecía.
Una angustia terrible me dominaba durante las horas en que se ocultaba el sol. Entonces, mi mamá decidió añadir a la escuela, el catecismo y la natación, sesiones semanales con Telma, una psicóloga.
Al principio me entendí bien con ella, pero pasaron las semanas y no había mejoría con respecto a mis terrores nocturnos. Todo empeoró cuando vi Candyman, una horrible película de un hombre con un gancho en la mano que aparecía si decías tres veces su nombre frente al espejo.
Ante la continuidad de mis insomnios, que afectaban ya mi rendimiento escolar, mi mamá decidió llevarme con un neurólogo. El especialista me recetó un medicamento llamado Melleril. Funcionaba como magia. Una cucharadita en las noches y yo dormía a la perfección, sin gritos ni sobresaltos.
Ya sin temor a la noche y sus espectros, la escuela era lo único ominoso que debía enfrentar. No obstante, descansando las horas necesarias, era más fácil sobrellevar aquellas tediosas horas en el colegio, rodeado de compañeros burlones y maestras demasiado estrictas.
Cuando llevaba seis meses tomando el Melleril, el neurólogo ordenó suspender el medicamento. Según su diagnóstico, yo ya estaba bien.
Vino entonces el horror. Ya no sólo acechaban en la oscuridad, los monstruos estaban al alcance de mis ojos. Mi mamá no sabía qué hacer, la mayoría de las noches me dejaba ir a dormirme a su cuarto, en un colchón bajo su cama, sin embargo, los gritos y terrores continuaban.
No parecía haber salida, entonces, una amiga de mi mamá le recomendó que visitara al dr. Andrade, un homeópata.
En pocos días y, por increíble que parezca, los horrores, los engendros se diluyeron en chochitos de azúcar, cinco antes de cada comida. Por eso, para aquellos que creen que la homeopatía no es más que una superstición y que quienes la ejercen sólo son charlatanes, yo les tengo que decir que no. He experimentado sus milagros en carne propia, salvándome del horror.

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