LA CASA Y LA MOMIA

Por Francisco Güemes Priego
Compré la casa de inmediato. El precio era increíble. No podía creer que tan tremendo caserón de tres pisos, con chimenea y techo de pizarra pudiera ser adquirido a tan risible cantidad.
     Siempre he sido un solitario, así que me mude ahí sin compañía. Me sentía ampliamente satisfecho de poder vivir en un hogar tan tibio y acogedor. No obstante, desde la primera noche que pase bajo su techo empezaron los problemas. Era un infierno dormir ahí: ruidos, pasos, gritos. Sabía que en este pueblo habían ocurrido en el pasado tragedias sin nombre, así que, previendo un acontecimiento sobrenatural, pronto hice llamar a una bruja para que “desencantara” la casa.
     Era una anciana de cabellos cenicientos y cara de buitre. No me daba nada de confianza, pero me dijeron que era la mayor conocedora de las artes ocultas en toda la región, así que acepte su asistencia.
       Después de varios días de zozobra, durante los cuales dormí en un modesto hotel de la ciudad, la bruja me llamó, tenía que ir a la casa de inmediato, había algo urgente que debía decirme.
       En cuanto llegué, el horrible misterio se disipó. En el sótano de la casa, dentro de un baúl de ébano, se hallaba una pequeña momia. Era el cuerpo de un niño perfectamente conservado.
      Por un instante pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos, pero ya repuesto del espanto, pensé en la genial ocurrencia de exponer el cuerpo incorrupto a las miradas de los visitantes.
       En efecto, la horrible cosa atrajo muchas personas a mis tierras y me hizo un personaje muy famoso en toda la provincia.
      Cuando la euforia por la momia se disipó, comencé a usar el dinero que había ganado durante su exhibición para adquirir nuevas monstruosidades: arañas gigantes del Amazonas, serpientes con dos cabezas, descomunales salamandras del lejano oriente, viscosos tentáculos de kraken y auténticos huesos de dragón.
      El azorado público no dejaba de crecer, lo mismo que las ganancias. Muy pronto, mi exhibición de monstruos fue considerada como la más deslumbrante de todo el país.
     Entonces mi infortunio comenzó. Una mañana no pude levantarme de la cama, mis piernas ya no me obedecían. El médico llegó poco después, pero no encontró la más mínima pista sobre el mal que me afectaba de manera tan intempestiva.
        Despedí al incompetente; sin embargo, pese a que en los siguientes días llamé a otros especialistas, ninguno sabía darme una respuesta definitiva en cuanto a la afección que día con día iba paralizando mi cuerpo.
      Ayudado por un enfermero que me llevaba en silla de ruedas, decidí dar un último paseo por mi colección de criaturas. Mientras sentía mis párpados cada vez más pesados, puse la mirada en el hallazgo que había iniciado todo: la momia. Antes de que mis ojos se sellaran para siempre, alcancé a observar como los del cuerpo incorrupto se abrían. Había vuelto a vivir.

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