LA CASA Y LA MOMIA
Compré
la casa de inmediato. El precio era increíble. No podía creer que
tan tremendo caserón de tres pisos, con chimenea y techo de pizarra
pudiera ser adquirido a tan risible cantidad.
Siempre
he sido un solitario, así que me mude ahí sin compañía. Me sentía
ampliamente satisfecho de poder vivir en un hogar tan tibio y
acogedor. No obstante, desde la primera noche que pase bajo su techo
empezaron los problemas. Era un infierno dormir ahí: ruidos, pasos,
gritos. Sabía que en este pueblo habían ocurrido en el pasado
tragedias sin nombre, así que, previendo un acontecimiento
sobrenatural, pronto hice llamar a una bruja para que “desencantara”
la casa.
Era
una anciana de cabellos cenicientos y cara de buitre. No me daba nada
de confianza, pero me dijeron que era la mayor conocedora de las
artes ocultas en toda la región, así que acepte su asistencia.
Después
de varios días de zozobra, durante los cuales dormí en un modesto
hotel de la ciudad, la bruja me llamó, tenía que ir a la casa de
inmediato, había algo urgente que debía decirme.
En
cuanto llegué, el horrible misterio se disipó. En el sótano de la
casa, dentro de un baúl de ébano, se hallaba una pequeña momia.
Era el cuerpo de un niño perfectamente conservado.
Por
un instante pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos,
pero ya repuesto del espanto, pensé en la genial ocurrencia de
exponer el cuerpo incorrupto a las miradas de los visitantes.
En
efecto, la horrible cosa atrajo muchas personas a mis tierras y me
hizo un personaje muy famoso en toda la provincia.
Cuando
la euforia por la momia se disipó, comencé a usar el dinero que
había ganado durante su exhibición para adquirir nuevas
monstruosidades: arañas gigantes del Amazonas, serpientes con dos
cabezas, descomunales salamandras del lejano oriente, viscosos
tentáculos de kraken y auténticos huesos de dragón.
El
azorado público no dejaba de crecer, lo mismo que las ganancias. Muy
pronto, mi exhibición de monstruos fue considerada como la más
deslumbrante de todo el país.
Entonces
mi infortunio comenzó. Una mañana no pude levantarme de la cama,
mis piernas ya no me obedecían. El médico llegó poco después,
pero no encontró la más mínima pista sobre el mal que me afectaba
de manera tan intempestiva.
Despedí
al incompetente; sin embargo, pese a que en los siguientes días
llamé a otros especialistas, ninguno sabía darme una respuesta
definitiva en cuanto a la afección que día con día iba paralizando
mi cuerpo.
Ayudado
por un enfermero que me llevaba en silla de ruedas, decidí dar un
último paseo por mi colección de criaturas. Mientras sentía mis
párpados cada vez más pesados, puse la mirada en el hallazgo que
había iniciado todo: la momia. Antes de que mis ojos se sellaran
para siempre, alcancé a observar como los del cuerpo incorrupto se
abrían. Había vuelto a vivir.
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